América Latina, continente enfermo Hugo Biagini
Etnocentrismo y avasallamiento
La "ideología" basada en la incapacidad intrínseca de los pueblos subdesarrollados y en el insalvable vacío cultural existente en ellos se remonta a épocas pretéritas. Si nos atenemos a Latinoamérica más en particular, se trata de una imagen en la cual se introduce el tutelaje como un modus vivendi"natural" –en medio de un proceso modernizador restringido a una minoría urbano-céntrica. Para ello se recurre a filiaciones, dicotomías y pretendidos fundamentos religiosos, biocéntricos, tipológicos o culturales. Mientras que bajo la dominación española se discriminó a la población con categorías como las de cristianos e infieles o peninsulares y criollos, durante el siglo XIX y hasta bien entrado el XX, con la plataforma positivista, se acentuaron las oposiciones: continentes civilizados / continentes bárbaros; razas superiores / razas subalternas, plebeyas y serviles; países fríos altivos y racionales/ países cálidos sensualistas; partido europeo / partido americano; clase ilustrada-gente decente / chusma y plebe; anglosajones enérgicos y honestos / latinos y sudamericanos indolentes, embusteros e ineptos para el autogobierno.
Para montar semejante aparato sojuzgante y encubridor se ha apelado, entre otras disciplinas, a aquello que Mario Bunge no titubearía en calificar como pseudociencias: desde el determinismo geográfico, telúrico, somático, anímico e histórico hasta la frenología, la etología, la fisiognomía, la psicología colectiva, la caracterología, la ética gladiatoria y la química fisiológica, sin olvidar muchos de los ismos que han intervenido, a veces con nombre y apellido, en esa maraña conceptual: arianismo, evolucionismo, experimentalismo, sociodarwinismo y spencerismo social. Nos hallamos frente a un discurso que plantea insolubles dificultades semánticas –muy significativas para la misma óptica en cuestión que se precia de alentar el rigor formal y epistemológico–, v. gr., sus estrechas analogías entre el niño, el disminuido mental, la mujer, el salvaje, el criminal y el demente, junto a la referencia a un conglomerado de nociones equívocas como delincuente nato, loco y mestizo moral, plasma nativo, raza psíquica, animalidad atávica, instintos sociales, organismo de un pueblo, protoplasma político y tantas otras por el estilo.
Todo ello en nombre de un proclamado proyecto occidental, de neta impronta colonialista, unido a la extensión de las fronteras interiores en diversos países americanos. Específicamente, en esa línea argumentativa y valiéndose con cierta frecuencia de tesis lindantes con la de la selección de las especies, se le ha achacado al proceso de mestizaje el haber inducido un continente enfermo y retardatario como el de nuestra América,1 algunos de cuyos voceros –no siempre reconocidos– se traerán aquí a colación; portavoces provenientes de una nación europeizada como la Argentina, donde se ha alardeado de constituir el único país blanco al sur del Canadá –tras el exterminio de su población de color.2 No era que se estuviera en presencia de un mundo aparte sino que, como adujo Robert Nisbet, antes del Novecientos, millones de occidentales creyeron que el progreso se hallaba íntimamente asociado con los caracteres raciales.
Los enfoques etnocéntricos, aunque no fueron unánimes en las heterogéneas filas del positivismo argentino, adquieren un perfil prominente para el asunto en discusión, pues "la herencia, la Raza, resulta en inducción final, la clave del Enigma"; observándose "una correlación forzosa entre el orden físico y el psíquico".3 Manteniéndose la antinomia entre civilización y barbarie, se enfatizan los profundos trastornos ocasionados por la mixtura con razas pretendidamente irrelevantes en el plano cultural; a diferencia de lo ocurrido en los Estados Unidos, donde se preservó la pureza étnica. Dicha éԲ o entrecruzamiento habría dado lugar a una serie de taras somáticas e intelectuales, a una personalidad estéril, viciosa e imprevisora. Engendro que no sólo debía conservarse alejado de la participación política sino que había que fomentar althusianamente su extinción por cualquier medio. Sólo el prejuicio democrático y la filantropía pueden rehabilitar a seres que no merecen otra compasión que la sociedad protectora de animales. Debe evitarse la actitud anticientífica que desconoce la importancia de los antagonismos interétnicos y la pugna por la existencia, con el benéfico triunfo de los más aptos y poderosos, de la "raza civilizada": la ejemplar elite blanca. Los derechos humanos son válidos únicamente para aquellos que han alcanzado una etapa evolutiva satisfactoria y no para sectores inadaptables y extraños a la auténtica racionalidad. Ergo, frente a las versiones estimadas como sentimentalistas se suponía que las razas de color iban encaminadas a su liquidación, según el principio de selección natural, usualmente entendido como la imposición de aquellos ejemplares mejor dotados para adaptarse al medio ambiente, subsistiendo problemas como los del mestizaje..., que reproduciría en la descendencia los rasgos más atávicos y primitivos.4
Quien llegaría a ser juzgado un adalid de las juventudes idealistas de nuestro continente, José Ingenieros, erigiéndose en observador insensible, no se mostró menos prejuicioso cuando, en un libro espeluznante, se ocupó de denigrar a "las razas inferiores" y a exaltar el imperialismo. Ingenieros oponía la "lasitud moral" de dichas razas, -los negros en particular- al "más elemental orgullo de la especie", rechazando de plano para esos hombres –oprobiosas piltrafas con su tipo antropológico simiesco– tanto "los ingenuos lirismos de fraternidad universal" como la posibilidad de ser considerados personas y con aptitudes civiles proclives a la democracia, pues su voto nunca podría equipararse con el de Spencer. El grado de elitismo llega a tal punto que no sólo se estima como una nefasta influencia al mulataje en la población argentina sino que se lamenta la abolición de la esclavitud porque los negros vivían felices en ese estado, al estilo de lo que representa para los animales domésticos la sujeción al amo. Por lo demás, otros supuestos paralelos –que "la historia ignora la palabra justicia, se burla de los débiles y es cómplice de los más fuertes" o que la grandeza material conlleva una política expansiva– inducen a que Ingenieros termine por enaltecer el despliegue anexionista de diversas potencias mundiales, mientras se pregunta si la Argentina no despertará al imperialismo y adquirirá una influencia planetaria decisiva.5 Poco después el mismo Ingenieros vaticinaría que nuestro país estaba destinado "a restaurar en Sudamérica la grandeza de una raza neolatina", mientras promovía el surgimiento de un imperialismo argentino, fundándose en nuestra supremacía integral y en la presuntiva ley de la lucha por la supervivencia aplicada a la formación de las grandes nacionalidades: los países más fuertes vencen a quienes no lo son y "los asimilan como provincias o los explotan como colonias". En tal sentido la República Argentina, a la usanza estadounidense, deberá ejercer una misión protectora sobre los pueblos iberoamericanos, por reunir mejores condiciones geográficas y étnicas que ellos.6
En las tesis universitarias también se abogaba por el elitismo pigmentocrático: "La raza blanca, llevando en su bandera el lema civilización, fue destinada para sobreponerse a las demás, y concluirá por imponer sus leyes al único pedazo de la tierra que le falta para abarcar la redondez del planeta y llegar otra vez al sitio de su origen. Las poblaciones amarillas, lo mismo que antes las negras y las cobrizas, tendrán que acceder por la fuerza a las pretensiones del hombre blanco y de la Europa".7
Además se consideraba que los hombres de color habían impreso a nuestro estilo de vida una raigambre fatalista, servil y feroz. A ello se añadía la acción de mezclas raciales y sanguíneas sin afinidad entre sí que habían producido estigmas antropológicos de toda índole. Nuestra personalidad histórica y nuestra psicología política han sido virtualmente elaboradas por una confluencia multiétnica que dejó un saldo muy deficitario que oscila entre la actitud anárquica y el autoritarismo caudillesco. De la madre patria habríamos heredado, por otro lado, un temple arrogante, efectista, dogmático, codicioso y promiscuo. Sea con enunciaciones biológicas o sin ellas, distintos positivistas, como Agustín Álvarez, además de afirmar que España no introdujo ningún adelanto de importancia en sus colonias sudamericanas, vincularon al ascendiente hispano con "nuestras desgracias morales, sociales, políticas, económicas".8 Hasta se les llegó a asignar, a los españoles, una capacidad craneana y un coeficiente antropométrico muy por debajo del de los habitantes del centro y norte de Europa, lo cual colocaba a aquéllos en una posición intermedia entre el caucásico y el negro. Sin embargo, se iría propagando paulatinamente la convicción de nuestra superioridad hemisférica, por existir en la Argentina un mayor predominio de la raza blanca –concebida como equivalente a cultura y tenacidad: "sólo el blanco ha comprendido hasta hoy la república y la democracia la organización razonada de la libertad.9
Empero, dicha supremacía aparece, por otra parte, bastante relativizada, puesto que no dejaban de repetirse las actitudes francamente escépticas hacia lo latino, al cual se juzgaba como decadente o sumido en el atraso y la ostentación. Tal desmerecimiento se ponía más en evidencia en el caso de Hispanoamérica, exenta de innovaciones y a la cual se le imputaba el hallarse regida por una razón instintiva a mitad de camino entre el medioevo y la Edad contemporánea, mientras que a la gran masa de su población se le adjudicaba un entendimiento similar al que existía en Europa hacia el siglo XII y sujeta a una doble dependencia: la del cura y los dirigentes providenciales. Por añadidura una expresa anglofilia rescataba la unidad étnica y costumbrista de los pueblos sajones y, en especial de los Estados Unidos, quienes supieron impedir que las razas superiores se pervirtieran uniéndose híbridamente con las que no lo eran. Contrario sensu, en Sudamérica el mestizaje había impedido que se consolidaran las nacionalidades euroamericanas. Se identificaba a lo anglosajón con el espíritu de suficiencia y con el sentido de responsabilidad. Así, por ejemplo, Agustín Álvarez le atribuye a los países latinoamericanos una marcada ineptitud para gobernarse y celebra la anexión de Puerto Rico a los Estados Unidos, colonia anglosajona simbolizada, para aquél, en el día y en una raza de hombres nuevos frente a América del Sur, colonia latina que representa a la noche, poblada con gentes impuras, por razas degeneradas y embusteras.10 De ahí el suceso de publicaciones como las de Esmond Desmolins, A quoi tient la superiorité des Anglo-Saxons, en cuya carátula aparecía un mapamundi donde se mostraba la expansión británica y se incluía en él no sólo a nuestros archipiélagos australes sino a toda la Argentina continental dentro de esa zona de influencia.
Un capolavoro en esa misma dirección fue emprendido por el sociólogo Alfredo Colmo, en su libro Los países de AL (1915), a cuyos habitantes, por mentadas razones climáticas les endilgó un rosario de disvalores caracterológicos: por ejemplo, juzgarlos como seres impulsivos, volubles y contradictorios, carentes a su vez de método, espíritu laborioso, seriedad, sentido práctico y, siempre según Colmo, "de lo que hay más noble en el hombre": iniciativa, espontaneidad e independencia. Para el mismo autor, los latinoamericanos, a diferencia de los británicos y los estadounidenses, eran considerados fanáticos, despóticos e improvisados -por querer "hacer en 24 horas y para siempre lo que requeriría meses y años de consagración".11
El talante problemático también se tradujo frente al flujo inmigratorio, primigeniamente idealizado. Mientras algunos seguían menospreciando las habilidades del elemento nativo y reclamaban la afluencia de brazos foráneos, autores como Lucas Ayarragaray se oponen a la irrupción de grupos considerados incompatibles para la complexión nacional: la "marea amarilla", la "ralea judaica" o los sediciosos políticos, proclamándose una inmigración científicamente selectiva en un país "de criadores y mestizadores eximios" como el nuestro, que amenazaba, según ese diagnóstico, con transformarse en "la cloaca del mundo" si no se lo poblaba "con método".12
En suma, allende lo ideológico, se invocaban inapelables argumentos científicos que eran sustentados hasta por notorios partidarios del socialismo como es el caso de Augusto Bunge: "No creer en la existencia de razas inferiores y superiores podrá ser posible a un romántico, pero no lo es en el concepto naturalista. El negro es antropológicamente inferior al caucásico, y se comprende que lo es también moralmente, si, saliendo de las vaguedades y de los casos individuales, se examinan los hechos en conjunto." 13
En una suerte de compendio de los estereotipos epocales, Bunge parecía despacharse lapidariamente sobre el perfil demográfico de nuestro continente, compuesto no ya por pueblos enfermos sino moribundos, incapaces de crearse una historia por sus vicios ético-orgánicos, su cobardía, su envidia y su mediocridad. En tal sentido, mientras no deja aquél de advertir sobre el peligro de que los hispano-portugueses pudieran sucumbir como estados independientes y como grupos étnicos por transgredir la ley del progreso integral e indefinido, también señala que dicha ausencia no llegaría a producir ningún vacío apreciable.14
Aún en una fecha tan tardía como la de 1925, cuando el darwinismo social ya había sufrido heridas mortales, nada menos que el vicepresidente del Comité Positivista Mundial, el argentino Alfredo Ferreira, en un artículo que fue conceptuado como "la declaración de principios" del grupo local, mientras sostenía la idea de un "grande hombre" de la historia, aún invocaba "las razas superiores de Europa", mientras se refería a la lucha por la existencia como poseyendo "mucho de cierto".15 Por añadidura, a semejanza del nacionalismo de derecha –no menos recargado de ingredientes racistas–, un sector de esta vertiente positivista terminaría adhiriendo al golpe de Estado militar que instaura un régimen neoligárquico de estricto control social en la Argentina de los años treinta.
Entre los factores de mayor peso que han contribuido a forjar tan mórbido cuadro poblacional se encuentra la índole que, más allá de sus resabios coloniales, le fuera usualmente atribuida a su habitante originario -el indígena- durante el siglo XIX como un ser insignificante y pletórico de bajezas; una imagen sobre la cual conviene detenerse para cerciorarnos, con todas las letras, de su harto estereotipado alcance. Aun si nos restringimos al terreno poético y narrativo, se podría confeccionar una escala axiológica con inagotables valores negativos sobre los aborígenes: abulia, altanería, anarquía, antropofagia, bestialidad, caos, cobardía, deformidad, dejadez, egoísmo, ensañamiento, fanfarronería, fealdad, fullería, imbecilidad, impiedad, inconsciencia, infidelidad, lascivia, libertinaje, machismo, mendacidad, pesadumbre, suciedad, tabaquismo, traición, vandalismo, violación, xenofobia, etc; rasgos que también se intentaría hacer extensivos al hombre sudamericano en general a lo largo del tiempo. En definitiva, se estaría en presencia de un monstruo rapaz exento de derecho y con el cual toda vinculación sólo ocasiona bastardas consecuencias. Hasta abandonado de la mano divina y ni siquiera acreedor las severas sanciones previstas por la ética puritana para con los delincuentes y mendigos, deberá someterse totalmente o en su defecto ser borrado de la faz terrena ante la superioridad del europeo, a quien entregará sus inexplotados reductos naturales que exigen una "limpieza" radical. Desde una perspectiva más teórica, dicho enjuiciamiento se encuentra refrendado por representativos maestros de la generación ochentista: desde Sarmiento, Alberdi y Mitre hasta Amadeo Jacques, Burmesteir y Peyret.16
Un exponente de dicha generación, José Francisco López, ya antes de que Sarmiento publicara esa gravitante sistematización temática que fue Conflictos y armonías de las razas en América, esbozaba algunas ideas sobre el particular, de subido tono darwiniano.17 La raza y el espíritu indígenas, con su sensualismo y sus "acritudes deletéreas", carecen del sentido recto de las cosas y amenazan no solo a la existencia sino al talento, belleza, justicia y honradez. La decadencia de una nación y su descomposición social se miden por el predominio de "conformación frenológica" aborigen. En América del Sur no se ha respetado la selección fisiológica de las especies –"que la ciencia ha estudiado para el mejoramiento de las plantas y los animales", fijando "irrevocablemente los destinos de un continente". La primacía de los hombres de color y la cruza de éstos con la raza blanca –su contradictoria orgánica-, hacen que el progreso se resienta seriamente, como si se tratara de "dos sujetos antagonistas dentro del mismo cuerpo, tirando el uno para adelante y el otro para atrás". El "mal" de la fuerza retrógrada consiste en "ser demasiado inteligente", en "vivir no del trabajo, sino de vivezas, golpes de mano, astucias, artificios, revueltas y revoluciones". Estaríamos ante el "reinado turbulento del sable", la política caciquil del degüello, todo lo cual es de neta "filiación y tipo pampa". La consabida solución radicaría en una gran afluencia migratoria y colonizadora procedente de la Europa septentrional.
Casi simultáneamente, durante el trascendental Congreso Pedagógico Interamericano celebrado en Buenos Aires hacia 1882 y pese a la apertura ideológica que el mismo insinuó,18 se sostuvieron posturas análogas a las comentadas, cuando Paul Groussac, por ejemplo, comentó que los Estados Unidos "en lugar de asimilarse a razas inferiores" han recurrido a "variedades superiores de la raza indogermánica", lo cual impediría el parangón con "estos pueblos, que han tenido que absorber quichuas, guaraníes, ranqueles, calchaquíes".19 En otra ponencia expuesta en ese mismo evento se aseveraba: "Nuestros antecedentes sociológicos de raza, de creencias, de instituciones, de industria, clima y escena física, nos dan un organismo social que nace con tendencias hereditarias, complicadas con las que desarrolla el medio en que actualmente ha de funcionar. Todo esto nos forma una fisonomía en que están deprimidos los rasgos del valor voluntario y el individualismo. La entusiasta pero inconstante raza latina no pudo modificarse favorablemente al mezclar aquí su sangre con la de tribus primitivas que vivían en la holganza de la vida salvaje. La escena física con su clima benigno y meridional, su considerable extensión y abundantísimas riquezas naturales, convidaba al abandono y a los goces de la vida sencilla; mientras la escasez de población no daba lugar a la concurrencia que aguijonea la actividad.20
En la misma década de 1880, cuando ya se había emprendido la llamada Conquista del Desierto que diezmó y redujo a las comunidades indígenas australes, un historiador lanzaba juicios todavía más severos: "Como una muestra del estado moral del indio y del abatimiento de su razón, él no entra a su vivienda de pie como el hombre que tiene conciencia de la superioridad de su estirpe, sino arrastrándose como la fiera para tenderse entre las basuras que le servían de techo; sin tener idea del presente, sin recuerdos del pasado, sin proyectos ni esperanzas para el porvenir".21
Durante la década del noventa, cuando estallan trascendentes pronunciamientos civiles y cuando en Brasil apenas si se vislumbra la continuidad indígena-blanco, se siguen sucediendo en la Argentina los trabajos tendientes a justificar la pseudocientífica escisión racial y a favorecer los intereses de los más privilegiados. Así se difunde la máxima mors sua vita meacomo clave para el mejoramiento étnico y hasta autores criollistas aducen que "el arte no se forja en el ahumado toldo del salvaje" o que las creencias y costumbres indígenas resultan muy exóticas y bárbaras. (22 y 23) En una pionera expresión doctrinaria de extracción primordialmente comtiana, se incluyó un artículo, sobre la enseñanza de la geografía, donde se reproducía una serie sumamente prejuiciosa de instrucciones oficiales para el estudio de un país, entre las cuales se aseguraba que "El cruzamiento de las razas superiores fortifica física, intelectual y moralmente la familia".24
Si bien sobre el filo de la nueva centuria, el fantaseado siglo XX, afloran obras bastante autoctonistas, como el Ariel y el indigenismo ya había hecho algunos avances en distintas regiones latinoamericanas, la corriente antiaborigen continuaría arrojando gruesas andanadas en la Argentina. Godofredo Darieux, por ejemplo, al aludir a los indios pampas, decía que "nunca de sus manos sangrientas ha caído semilla que prosperara" y, apelando a la frenología, agregaba que tampoco "ha germinado en todas esas frentes estrechas y bajas, más ideas que repugnantes instintos de rapiña, de crueldad y de hartadas".25
Además de las difundidas reflexiones etnocentristas que emitiera Carlos Octavio Bunge en Nuestra América, otras obras suyas han trasuntado un criterio semejante. En su monumental estudio sobre educación puede hallarse una racionalización de las desigualdades de clase sobre la base de desigualdades individuales y "de un proceso de aristocracia por diversificación psicofisiológica". Bunge apuntaba contra la noción misma de igualdad, a la cual no sólo contraponía teorías biológicas del momento sino que también recurría a la sociología que, según él, demostraba la "fatal desaparición" de las razas inferiores. Con relación a los indios, para él "esencialmente" anticristianos, puntualizaba: "¡Hombres iguales a los europeos no podían ser! Les faltaba iniciativa, actividad, inteligencia", mientras aludía a la inutilidad de los negros para el arte, la ciencia y la política.26
En diversos congresos científicos internacionales, efectuados en Buenos Aires durante los fastos del Centenario, también se puso en tela de juicio la buena predisposición del indígena. El doctor Lucas Ayarragaray presentó entonces una comunicación que al considerar el progreso y la estabilidad política como una cuestión étnica, sostenía la incompatibilidad entre las instituciones occidentales y la población india o mestiza; mientras rechazaba la cruza de tipos opuestos por producir un resultado híbrido e inferior, en el orden fisico, mental y ético. El "espíritu de toldería" –indisciplinado y perezoso– "ha difundido y difunde su hálito sutil a todas las manifestaciones generales de la vida del país". El contacto de la civilización con el indio es algo "disolvente y corruptor".27 En otro encuentro similar, Juan Ambrosetti objetó el sentimentalismo frente a los indios –"condenados a desaparecer".28 Enjundiosos libros sobresalen también hacia el mismo año con una impronta semejante. Joaquín V. González, en El juicio del siglo, festejó la eliminación del negro y del indio fronterizo –elementos degenerativos sin capacidad laboral–, al último de los cuales calificó como un "monstruo" antinacional con el cual no debe mezclarse la sangre seleccionada y pura de la raza europea.
Pese a que el social-darwinismo iría perdiendo terreno, seguiría renovándose la literatura en tal dirección. En un texto que recoge diferentes apreciaciones de autores locales y del exterior, puede verificarse otra vez hasta el hartazgo la apoteosis del sello biológico de la herencia, cuyo predicamento se hace sentir inflexiblemente en las más distintas instancias de la personalidad individual y del carácter nacional: desde los instintos y las percepciones hasta la memoria, los hábitos, el intelecto y las pasiones. Y será en el dominio moral donde mayor peso revestirá la influencia genética, que puede fijar para siempre los indicadores minusvaliosos. Por otra parte, la cruza de las razas aborígenes no puede ser ventajosa ni para el perfeccionamiento físico ni mental, por tratarse de la cruza con una raza inferior. "El indígena como factor étnico no pudo aportar otra cosa que sus caracteres salvajes, su ignorancia y su inferioridad [...] De la mezcla de dos razas distintas, la blanca y la negra [...] lo más común es que el mulato sea un tipo inferior tanto física como moralmente".29 En síntesis, con las fusiones raciales las nacionalidades no pueden avanzar, ni aún con el aporte de los inmigrantes –mucho menos si pertenecen al decadente tronco latino–, pues el elemento apto, culto y progresista rara vez emigra: "La lucha por la existencia nos arroja individuos de mentalidades mediocres; con taras morbosas [...] cuya descendencia aparecerá con estigmas de degeneración".30
Evocamos por fin dos posiciones antológicas: la sintomática distancia sideral que establecía Agustín Álvarez entre un caballero medieval, la dignidad inglesa e Hipólito Taine, por una parte, y un Southamerican coya o un indio como Catriel (de 500 motivos actuantes en el filósofo francés, 499 se hallarían ausentes del cacique pampa) por otra; una distancia sensiblemente mayor que la simple diferencia de grado trazada, dentro del monismo materialista, por la literatura positivista entre una colmena y el máximo escalón evolutivo: el de la sociedad industrial. El conjunto de desvaríos racistas expuestos pueden verse reflejados hasta el paroxismo en elucubraciones como las que solía ofrecer un educador trasnochado y resentido: Víctor Mercante, adscrito a la escuela comtiana. Casi textualmente, para Mercante, la insolvencia observable en el aprendizaje responde a motivaciones étnicas y es protagonizada por una masa amorfa inficionada por la "fuerte corriente de sangre indígena". Una raza primitiva, desprovista de los hábitos de las poblaciones avanzadas, ha generado falsos valores como los de querer triunfar sin ningún esfuerzo. Ello ha sido agravado con la presencia de la "escoria" tribal inmigratoria oriunda de Europa y Asia, con lo cual se han llegado a configurar personalidades exentas de intereses intelectuales. Según Mercante, junto al lastre común de no poder elevarse sobre el instinto, se ha producido un sensibilidad típicamente latina: "el odio hacia la clase usufructuaria".32
Desde un perfil etnocéntrico, se restringen o subordinan los valores humanos principales a un acotado núcleo geográfico o nacional, por ejemplo, a la luz del triunfalismo occidental, al legado europeo y nordatlántico, cuya supremacía resulta sostenida a rajatabla. Dentro de ese conglomerado ideológico se acentúa la noción de extranjería y el intento de levantar murallas ante lo desconocido o diferente. El racismo y luego la mentalidad fascista han visto al otro como un enemigo a exterminar: desde los herejes al indígena y desde los judíos al subversivo.
Paralelamente a las concepciones pigmentocráticas, junto a los dilatados interregnos comprendidos por el desmembramiento de los estados nacionales al promediar el siglo XIX y junto a las reiteradas dictaduras militares con sus hipótesis separatistas de conflicto durante la centuria pasada, ha predominado el discurso y las prácticas remisas a la magna utopía de la integración, basándose en la remozada ideología sobre la incapacidad de nuestros países y nuestra gente para desenvolverse autonómicamente. En el plano de la larga duración, ello ha podido experimentarse, mutatis mutandi, desde la primera conquista de América hasta los distintos implantes colonialistas, incluyendo la actual globalización financiera, el liberalismo mercadofílico y el neoccidentalismo, junto a emprendimientos que traen aparejado tantas asimetrías y desequilibrios institucionales como el Nafta, el ALCA o los TLC.
Se trata de planteamientos reiterados con mayor o menor frivolidad, como los que trajo a colación un alcalde de Medellín para dar cuenta de las fracturas supuestamente terminales que vienen padeciendo los bloques subregionales, cuando se refirió a "la incapacidad para trabajar juntos";33 un simplismo que nos retrotrae a las peores justificaciones del coloniaje, no lejos de todos los clichés que durante siglos y siglos se dedicaron a representar a nuestra América como un continente sumido en la impotencia y el estancamiento, con aves que no pueden cantar y hombres guiados por la mera gana –según se cansó de mostrarlo Antonello Gerbi en La disputa del Nuevo Mundo. Entre las muchas ilustraciones de esa tónica antilatinoamericanista de un pasado reciente tenemos un libro escrito y prologado en Francia unos años antes de la ocupación nazi, donde se procura describir a los iberoamericanos como sujetos impetuosos, acríticos, superficiales, imprevisores, influenciables y hedonistas que, al estilo del indio –un enemigo de la civilización occidental–, viven fuera de la temporalidad y carecen además de pensadores originales.34 En realidad los propios filósofos latinoamericanos han contribuido al distanciamiento respecto de la misma América Latina y a visualizar a la cultura de nuestros aborígenes –meros objetos de "curiosidades"– como filosóficamente inasimilables.35
Las conceptuaciones, discriminatorias y descalificadoras, han sido retomadas en nuestros días por diferentes voceros conservadores para aplicarlas a los procesos, agrupaciones y líderes orientados hacia políticas populares y hacia otros programas de integración menos excluyentes y menos mercantilistas, donde se priorizan los recursos internos, la justicia social, los derechos humanos, una gran patria común con democracias sustantivas y políticas exteriores de neutralidad y autodeterminación –tal como se viene insinuando actualmente bajo gobiernos menos impopulares del Cono Sur. Frente a ese sentido positivo de la integración se encuentran los planteamientos justificatorios de una irrestricta acumulación privada en pugna con los requerimientos indispensables para el desarrollo comunitario.
A través de la prensa escrita y a los efectos de echar por tierra las posibilidades de realizaciones satisfactorias, se acomete un abordaje reduccionista sobre mentados caracteres inherentes a la personalidad de los gobernantes populistas (como Chávez, Morales o Kirchner) quienes no sólo aparecen como poseídos por la arbitrariedad (caprichosos, vanidosos, iracundos, intratables) sino también dotados de un lastre visceral tradicionalmente atribuido –Sarmiento & Cía. dixit– a una actitud mental propia de los dirigentes nativos sudamericanos: la imprevisión, madre de todos los vicios renuentes al progreso y a la modernización –una condena irremisible de antemano, por más emprendimientos innovadores que puedan contraponérseles a ese mismo diktat, según lo han venido testimoniando dichos gobernantes a través de sus intentos de recuperación del patrimonio y las riquezas nacionales.36
Notas
1 Entre los cuadros de conjunto donde se examinan esas pretendidas filiaciones patológicas sobre nuestro continente, pueden consultarse libros como los de Martin Stabb, América Latina en busca de su identidad, Caracas, Monte Ávila, 1969, cap. II, y Eduardo Devés Valdés, Del Ariel de Rodó a la CEPAL, Buenos Aires, Biblos, 2000, cap. IV, junto con la tesis doctoral de F. Koestler, Gobineau, Le Bon & Spanish American Historiography: El continente enfermo, Texas, Christian University, 1974.
2 Puede consultarse, inter alia, Quince Duncan y Powel Lorein (eds.), Teoría y práctica del racismo, San José de Costa Rica, Dei, 1988; Richard Gram. (ed.) The Idea of Race in Latin America 1870-1940, University of Texas Press, 1990; H. Biagini, Lucha de ideas en Nuestramérica, Buenos Aires, Leviatán, 2000, cap. III, "Raza, civilización y moralidad", en especial las propuestas distópicas para regenerar la estancada raza latina con métodos espartanos, pp. 45-48, así como su libro Filosofía americana e identidad, B. Aires, Eudeba, 1989, capítulos "Positivismo y nacionalidad" y "El racismo, ideología neocolonial y oligárquica".
3 Carlos Octavio Bunge [1903], Nuestra América, Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1918, pp. 116, 139.
4 Para ver algunas de las fuentes sobre el particular, H.E. Biagini, La generación del ochenta, Buenos Aires, Losada, 1995, p. 74, nota 30.
5 J. Ingenieros, Al margen de la ciencia, Buenos Aires, Lajouane, 1908, pp. 268-298.
6 J. Ingenieros, Sociología Argentina, Madrid, Daniel Jorro, 1913, pp. 100, 105.
7 Eugenio Ivancovich, Razas humanas y su distribución, B. Aires, Impr. Alberdi, 901, p. 73.
8 A. Álvarez, ¿Adónde vamos? (1904), La Cultura Argentina, 1915, p. 367.
9 Luis B. Tamini, "Nuestra nueva raza", La Razón, setiembre 29 de 1915.
10 A. Álvarez, Manual de Patología Política [1899], Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1916; Educación Moral [1901], La Cultura Argentina, 1917. Sobre la percepción de los Estados Unidos en nuestra América durante la década de 1890, puede verse H. Biagini, Fines de siglo, fin de milenio, Buenos Aires, UNESCO / Alianza, 1996, cap. II.
11 Entre quienes usaron una conceptuación semejante, se encuentra un autor muy influyente como Agustín Álvarez, quien, ya en 1894, aludiendo a la innata apatía sui generis de los latinoamericanos –sumidos en el caos, la anomia y la razón extraviada– también pintaba a éstos como guiados por "el deseo de hacer las cosas una sola vez para siempre", South America. Ensayo de psicología política, Buenos Aires, 2da. ed., La Cultura Argentina, 1918, p. 218.
12 L. Ayarragaray, Cuestiones y problemas argentinos contemporáneos, B. Aires, Talleres J. J. Rosso, 1937, pp. 231, 449, 233; Ideario, B. Aires, Hachette, 1939, pp. 16, 140.
13 A. Bunge, El culto de la vida, B. Aires, Juan Perrotti, 1915, pp. 171-172.
14 El preconcepto contra los pueblos coloniales o dependientes, cuyo supuesto carácter incivilizado reclamaba su legítimo sometimiento, facilitando la aceleración de la historia para pasar del capitalismo a la sociedad comunista fue compartido por diferentes exponentes socialistas, según había quedado perfilado, por caso, en el debate sobre la validez del imperialismo llevado a cabo en la Internacional Socialista a fines del siglo XIX.
15 A. Ferreira, "El espíritu positivo" y "El estancamiento del positivismo", en AA.VV, Iniciación positivista, B. Aires, Biblioteca Racionalista, 1938.
16 Para las referencias bibliográficas de esos autores sobre el particular, H. Biagini, La generación del Ochenta, ed.cit, p. 59, nota 6.
17 J. F. López, Política del pasado, del presente y del porvenir, Buenos Aires, Imprenta de Mayo, 1881, pp. 51-54.
18 Sobre las tesis avanzadas que se enunciaron en dicho encuentro, ver H.E. Biagini, La generación del ochenta, ed.cit., cap. VI; un libro en el cual también se le ha dedicado otro extenso capítulo a intentar demostrar, contra autorizadas apreciaciones en contra, la existencia de una considerable línea proaborigenista.
19 P. Groussac, "Estado actual de la educación primaria en la República Argentina", Monitor de la Educación Común, I, 1982, p. 185.
20 Wenceslao Escalante, "Disertación sobre la educación de la voluntad", ibid., p. 482.
21 Mariano Pelliza, El país de las pampas, Buenos Aires, Lajouane, 1887, p. 182. Véanse las similitudes con un gravitante autor de la época, Herbert Spencer: "Hay hombres de tipos inferiores, como los Mapuches, que son ingobernables", El progreso, Madrid, La España Moderna, s.f., p.36.
22 J. Pelleschi, Los indios matacos y su lengua, Impr. La Buenos Aires, 1897, p. 154.
23 Rafael Obligado, Prosas, Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1976, pp. 24, 30.
24 Ángel Bassi, "Enseñanza de la geografía", La Escuela Positiva, 1, 1895, pp. 15-19.
25 G. Daireaux, Tipos y paisajes criollos [1900], B. Aires, Biblioteca La Nación, 1913, p. 211.
26 C. O. Bunge, La Educación [1900], Valencia, Sempere, c. 1907, pp. 160ss, 419.
27 L. Ayarragaray, "La cuestión étnica argentina y sus problemas", Congreso Internacional Americano de Medicina e Higiene, mayo 30-junio 5 de 1910, Actas y trabajos, B. Aires, M. Pastor, 1911, pp. 173-189.
28 Congreso Científico Internacional Americano, 10-25 julio de 1910, Buenos Aires, Impr. Coni, vol. 1, p. 316
29 Ramón Melgar, Sangre nueva, B. Aires, Biblioteca Científica Argentina, pp. 16, 20-21.
30 Ibidem, pp. 22-23.
31 South America, ed. cit., p. 69 y Manual de Patología Política, ed.cit., p. 55.
32 V. Mercante, Charlas Pedagógicas 1890-1920, Buenos Aires, Gleizer, 1925. Sobre este autor, puede verse, H. Biagini, "La escolástica de laboratorio", en M. Miranda y G. Vallejo (comps.), Darwinismo y eugenesia en el mundo latino, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005, pp. 103-112.
33 Citado por Paula Clerici en su nota, "Divide y vencerás", Tiempos del Mundo, Zona Andina, 11 mayo 2006.
34 Jacques de Lauwe, L'Amérique Ibérique, París, Gallimard, 1932. Prólogo de André Siegfrid.
35 Cfr. H.E. Biagini, "La filosofía latinoamericana: su génesis y reconstrucción", en su Historia ideológica y poder social, tomo 2, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1992, pp. 157-160.
36 Para más datos, véase, H. Biagini, "Horizontes unionistas en Nuestramérica el reto de la izquierda plebeya", Encuentro Binacional Interculturalidad e Integración, Universidad de Santiago de Chile, Instituto de Estudios Avanzados, (IDEA), 25-27 octubre, en prensa
Hugo Biagini, « América Latina, continente enfermo », Polis Revista Latinoamericana, Universidad Simón Bolívar, Santiago de Chile, 16, 2012,