Cuentos de Rosario da Cunha
Escritores latinoamericanos en Europa
Rosario da Cunha
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El runruneo de las espuelas cortaba el silencio como un puñal y delataba su presencia cuando entró a la picada.
Atilio tenÃa que atravesar ese espeso monte nativo por un sendero hecho desde tiempos remotos por el constante paso de los animales y, usada en ocasiones, por gauchos baqueanos.
En un claro del bosque la luz plateada de la luna dejaba ver unos árboles que parecÃan gigantes y lograba darle tonos fantasmales. Los vieron al mismo tiempo. El caballo se paró de golpe y casi lo saca por la cabeza, piafaba y resoplaba. Lo rebenqueó con fuerza.
Frente a ellos un hombre vestido con botas estilo inglés, una carabina atravesada a la espalda, un sombrero de ala corta con un galgo al costado.
—¿Quién sos? ¿Quién sos? ¿Quién sos?, Atilio no obtuvo respuesta. Sintió que miraba las pupilas de Medusa: era una visión. Trató de serenarse y sintió un escalofrÃo. Le clavó las espuelas al malacara que le hizo correr un hilo de sangre, dio un salto y pasó como un rayo al lado de la visión, y él ya no quiso o no pudo mirar atrás.
Con los pies firmes en los estribos se agachó sobre el recado para esquivar las ramas, las espinas de los talas, los coronillas y las uñas de gato que se prendÃan a la bombacha de gaucho y las mangas de la camisa, arañándolo.
Escuchó el graznido de la lechuza, el crepitar de las hojas bajo los cascos del caballo y los latidos de su corazón. Al trotecito salió de la picada con el aria triste de las nazarenas. Y se fue, nomás.
Mise en Scéne
Cuando era una niña solÃa pasar horas observando los teru teru para detectar el lugar exacto en el que estaban sus nidos para ir a perpetrar mi saqueo. Papá desde su atalaya a la sombra de alguno de los árboles del patio: el ombú, el tangerino, el paraÃso o el naranjo, me seguÃa los pasos.
Yo me sentÃa feliz pensando en la cara que pondrÃa mi padre cuando volviese ilesa con el tesoro.
Ahora que mi infancia ya se ha ido y no tengo teruterus en Grecia porque es un ave de Sudamérica, cada vez que vuelvo al campo y escucho el canto peculiar: teru tero teru tero, algo entra por mis oÃdos y va como un balazo a mi memoria profunda.
No es por aquellos huevos que encontré o los que no encontré, y que rara vez probé porque yo los querÃa para dárselos a mi padre. Es por el paraÃso perdido de mi infancia y del campo uruguayo, que ya son un allá lejos y hace mucho tiempo en mi memoria.
Hoy, medio siglo después he vuelto a ese lugar.
Los teruteros me ven acercarme y salen arrastrándose del nido, y ya lejos, se acuestan nuevamente para despistar. Salen agachaditos dando pequeños gritos para simular que han sido sorprendidos en él.
Sus espolones ya no me causan miedo. Sé dónde tienen el nido, y hacÃa allà me dirijo. Tres huevitos encontré, pero los dejaré para que se conviertan en tres altivos y valientes teruterus. Papá ya no está bajo la sombra del árbol mirándome con sus hermosos ojos grises. Pero está en alguna parte.
Como en el gran teatro de la vida, el teru teru sigue su mise en scène.
La muerta
HabÃan pasado más de once años desde que desapareció del Campo Militar de Arerunguá: «La Muerta».
Le robaron la potranca orejana cuando solo tenÃa un año, era hija de una yegua corredora con un padrillo purasangre.
El dueño era un militar de ese campo, el negro Costa. La bautizó «La Muerta», y ya la daba por pérdida. Aunque sabÃa que si no era de muerte natural, era más que probable que estuviese viva y relinchando en manos de alguien que esperarÃa el paso del tiempo para empezar a entrenarla.
Diez años después, Costa se jubiló y se fue a vivir en Rivera, a pocos kilómetros de la lÃnea divisoria de Sant´ Anna do Livramento.
A la yegua la habÃan llevado a Brasil, muy cerca de esa frontera.
Costa un domingo habÃa ido a una carrera donde la yegua ganó, y reconoció las señales de su potranca, una pata blanca y una cicatriz en la cabeza. «La Muerta» estaba viva.
Lecciones de genética: prognatismo
La trajeron en un tráiler del haras «Los Orientales», habÃa sido cubierta por el espléndido semental purasangre «Johny Ross», con una excelente carga genética. La tordilla negra esperaba mi potrillo para la primavera.
Papá me habÃa regalado el potrillo, pero me dijo:
—Tienes que cuidar muy bien a la yegua, no puedes andar corriendo carreras.
Pasaron los meses y llegó el dÃa del parto. Era de noche y la yegua estaba acostada detrás del establo. Sobre un tronco de ceibo estaba el farol a queroseno que daba una luz tenue.
No era la primera vez que presenciaba un parto, era algo habitual para mÃ.
Las vacas lecheras solÃan presentar partos distócicos y papá lograba sacar el ternero con vida. Recuerdo una vez, cuando tuvieron que usar el tractor para extraer un ternero muerto, que no me dejaron ver.
Solo si el caso era muy grave se llamaba al veterinario, generalmente cuando la cesárea era inevitable.
Finalmente, nació el potrillo: era zaino. Pero pasaron unos minutos y seguÃa en el suelo, no se levantaba como habÃa visto otras veces en potrillos recién nacidos. Papá me ordenó que me fuese a dormir, que cuando amaneciera lo podÃa ver mejor.
A la mañana fui corriendo a ver con la luz del dÃa a mi flamante potrillo, pero no estaba. Cuando le pregunté a papá qué habÃa pasado me contestó:
—No cuidaste a la yegua. Por eso se murió el potrillo.
Desde ese dÃa llevé a todos los animales que encontré lastimados o enfermos para cuidarlos en casa, convertida en un zoológico doméstico. Hasta llevé a una lechuza que tenÃa un ala rota, la mantenÃa atada de una pata a un cordel. Mis hermanas la liberaron porque no querÃan ese bicho de mal agüero.
Yo no hablaba muy bien y solÃa cambiar el orden de las palabras, decÃa faraol en lugar de farol y parajito en vez de pajarito. Llorando con toda la fuerza de mis pulmones de niña al ver la desaparición de la lechuza, gritaba:
—¡Quiero mi chuzaaaa! ¡Quiero mi chuzaaaa!
Lloré tanto ese dÃa que ha sido motivo de risa de mis crueles hermanas hasta el dÃa de hoy.
Elegà la carrera de veterinaria a la edad de cinco años, aquella mañana en que supe que murió el potrillo.
Casi dos décadas más tarde, tomando mate con papá a la sombra del ombú, le comentaba de la última necropsia que habÃamos hecho en la facultad: un caso de terneros siameses y un potrillo con prognatismo.
Cuando le expliqué qué era el prognatismo, exclamó:
—Eso era lo que tenÃa tu potrillo, el hijo de «Johny Ross».
La emoción que tenÃa aquel dÃa por el nacimiento de mi primer potrillo me impidió ver que la mandÃbula inferior estaba más desarrollada que la superior. Se trataba de un caso de prognatismo grave. Usualmente, si se desenvuelve para mamar y luego comer sin problemas, puede llevar una vida bastante buena, solo que hay que tener en cuenta que los desgastes molares no son correctos, por lo que hay que controlar mucho más seguido la boca para limar los desniveles, puntas o arcadas que se pueden hacer. En algunos casos tiene solución, pero muchas veces también tienen otros desórdenes, como cornetes nasales o paladar duro y/o blando.
La culpa, la soterrada culpa no era mÃa. La culpa era de la Genética.
Si Dios quiere y los tres teros negros
A la luz de la lámpara Aladdin a queroseno, el abuelo Benicio Felipe, cenaba en la cocina de su casa en Rincón de Yiloca. Le dijo a mi abuela Raymunda:
—Mañana voy a ir a la feria ganadera de Cuchilla del Ombú.
—Si Dios quiere vas a ir.
Benicio, que no creÃa en Dios, le contestó de mala manera:
—Quiera Dios o no, voy a ir igual.
Se levantó antes del alba, todavÃa estaba oscuro y una espesa niebla cubrÃa la cuchilla dándole un aire fantasmagórico. Con la linterna a pilas y el freno en la mano, se dirigió al piquete en el que la noche anterior habÃa dejado a su caballo. El alazán se dejó enfrenar, y lo condujo al galpón para ensillarlo. Salió al tranco, bajó la cuchilla hasta la portera, y escuchó el canto de los gallos a lo lejos.
El camino hasta el local de feria era de tierra, y habÃa que pasar un arroyo, que cuando llovÃa mucho no daba paso, y más adelante habÃa una laguna enfrente a la estancia El Viraró, seguida de una parte de arena blanquÃsima.
Después de largo rato andando, sin otro sonido que el rÃtmico crujir del recado, iba medio dormido con la cabeza gacha, protegida por el sombrero panza de burro de color marrón claro, como si estuviese en una cuna que se mece con los pasos del caballo. De repente, el alazán se paró en seco, asustado, y empezó a recular con la cabeza levantada, bufando.
Benicio, salió de su trance sonámbulo de golpe, se agarró de la cabezada del recado para no caerse. Levantó la vista y vio unos bultos negros como monstruos o seres fantásticos que tomaban dimensiones fantasmales, y que con la niebla no podÃa distinguir. En un intento desesperado por seguir adelante y tratar de pasar por el costado de ese leviatán, apretó los talones y clavó las espuelas sobre el costillar del animal, dándole de lleno con el rebenque en los cuartos. El alazán, se estremeció de dolor, se paró de manos y en el aire dio media vuelta cinchando con fuerza la rienda para salir a la disparada.
En una fracción de segundo, Benicio tomó la decisión de desandar el camino. Y esta vez, lo hizo al galope.
Ni más aclaró el dÃa y se levantó la niebla, volvió al lugar para ver qué era aquello que le habÃa dado un susto de muerte a él y a su alazán. Y comprobó con asombro que los seres monstruosos, no eran más que tres toros negros echados mansamente a la orilla de la laguna.
Desde ese dÃa cada vez que pensaba hacer algo importante decÃa:
—«Si Dios quiere y los tres toros negros».
Los huérfanos: Heber y el otro
Éramos pocos y parió la abuela. En nuestra casa siempre habÃa mucha gente: alambradores, peones, parientes y amigos que venÃan porque habÃa campo, caballos para montar y la hospitalidad de mis padres. Y un dÃa de verano llegaron los huérfanos, como caÃdos del cielo. Heber recién habÃa cumplido dos añitos y el otro tenÃa dos más que yo: diez años.
Heber era rubio y de ojos azules. Todos estaban encantados con él, menos yo, que de buenas a primeras pasé a ser invisible hasta para Sylvia: mi gemela.
Un dÃa lo vi solo en su coche en su apacible inocencia, olÃa a colonia de bebé. Era bello como los angelitos con alas que veÃa en los librοs del catecismo cada sábado. ¿Cómo podÃa hacerlo desaparecer? Empujé el coche, ¿saldrÃa algo de adentro de su cabecita de pelitos color de sol?
Cayó de frente y el golpe seco sonó un segundo antes que el llanto. Lloraba a todo pulmón, hasta que, como un rayo aparecieron mis hermanas mayores. Él ya tenÃa un globo en la cabeza y yo asegurada una paliza.
Con el otro al principio Ãbamos a la misma escuela. Al regresar traÃamos la túnica blanca hecha jirones, los bolsillos descosidos, la moña arrancada, tierra y pasto hasta en el pelo. Nos tuvieron que cambiar, entonces Ãbamos a extremos opuestos del paraje, pero nuestras peleas solo cesaron en el horario de clases.
Heber abandonó nuestra casa un año después, tan silencioso como habÃa llegado, un tÃo materno querÃa criarlo. Era su familia de sangre y papá simplemente lo dejó ir. Yo ya lo querÃa como mi hermanito y lo extrañé como un perro.
La vida siguió su curso y el otro terminó la escuela y siguió siendo un adolescente rebelde.
Casi todos tienen un tÃo de América al que la vida le ha sonreÃdo en el extranjero y nosotros tenÃamos al tÃo Orestes, solo que no estaba en América sino en Tierra del Fuego. VenÃa a vernos seguido y se quedaba una temporada. Era constructor y siempre nos construÃa algo nuevo: dos baños, un galpón, una cocina y habitaciones.
Con Orestes venÃa mi tÃa Isabel y mi primo Peter que traÃa libros que yo leÃa y releÃa. Cuando volvÃan a Argentina me regalaba alguno.
Un año en el que fue más generoso que de costumbre, me dejó una colección de cómics. Eran los primeros que habÃa visto en mi vida, los llevaba conmigo a todos lados, mi preciado tesoro: Superman, La mujer maravilla, Los gemelos fantásticos, y otros que ya no recuerdo.
Un dÃa de nochecita fui a buscar un cómic que dejé olvidado encima de los fardos de alfalfa en el establo. Allà estaba el otro, cepillando los caballos de carrera. Se acercó y el olor a su colonia, un olor a canela y sándalo me inundó. Pude sentir sus manos ásperas agarrarme como dos tenazas de acero. Sentà en la espalda el pinchazo de la alfalfa y el olor a paja mojada, olor a almizcle y a orÃn de caballo de las caballerizas cercanas. ¿Gritar?: grité y los caballos se golpeaban nerviosos y resoplando contra la puerta y los laterales del box. La tele estaba encendida en la casa y allá lejos, demasiado lejos.
Conato de venganza. Esa mañana el otro tuvo la mala suerte de que yo lo habÃa visto darle rebencazos a diestra y siniestra a un caballo para meterlo al box, y se lo conté a papá.
No habÃa nada peor para mi padre que alguien maltratara a un animal y especialmente los caballos a los que amaba más que a nosotros.
Entonces, le oà decir: ¾Si me entero que le volvés a pegar a un caballo o a cualquier otro animal indefenso te daré el mismo trato.
Escapé de sus garras, gracias a que con toda la fuerza de mis mandÃbulas, le di una mordida en el brazo izquierdo.
A la mañana siguiente, el otro habÃa desaparecido. Yo sabÃa el porqué, pero no hablé nunca: omertá. Si mi padre se hubiese enterado lo habrÃa matado como a un perro.
No encontré mis cómics. El otro se los llevó también, junto con mi inocencia.
El Entierro de los libros
Cuando empezó la dictadura, Albérico, el payador, tenÃa que deshacerse de sus libros. Una parte, los embaló lo mejor que pudo y los enterró en un monte de eucaliptus cercano a la casa. El resto los tiró al fondo del tajamar porque los militares iban a salir casa por casa a buscar material propagandÃstico de la Revolución Cubana.
Muchos años después, cuando volvió la democracia a Uruguay, Artigas, el único hijo de Albérico, estuvo con los buscadores de oro en ese monte de eucaliptus, y como el detector marcaba en varios puntos que por allà habÃa metal, excavaron y excavaron. Pero solo encontraron enterrada un hacha oxidada, un viejo estribo y trozos de alambre. No encontraron los libros, que según recordaba el payador estaban por allÃ, y mucho menos el oro.
La fiebre de las ollas de oro, tenÃa a todos los vecinos excavando en ese paraje, hubo varios que encontraron. Denis Pedraza, que vivÃa muy cerca, un dÃa que estaba arando el campo la reja del arado chocó con una olla llena de liras de oro inglesas.
El gordo Sainz, del campo del fondo, casi se habÃa quedado ciego cuando destapó una olla.
Los libros siguen allà enterrados entre los eucaliptos, cerca o lejos de las ollas de oro.
La cárcel de los dÃas largos
Los presos dormÃan sin nada en el piso frÃo de cemento en la Cárcel Central de Montevideo. Junto al poeta Pedro Cunha estaban también unos jóvenes que eran integrantes de la Juventud Comunista, y que casi todos morirÃan poco después. Cuando ocho de ellos fueron fusilaron en la ComisarÃa de Paso Molino.
La familia de los jóvenes, que sabÃan que ellos estaban ahà detenidos, les llevaron comida y frazadas.
CompartÃan su comida al mediodÃa y le dieron una frazada al poeta, que como era muy independiente, salÃa y no decÃa a dónde iba. Nadie sabÃa que él estaba preso.
Aunque comÃa solo una vez al dÃa, gracias a la generosidad de los jóvenes.
Un dÃa un milico le pregunta:
—¿No quiere comer un poco?
—No, no quiero.
—No, pero estás con hambre. Yo veo que no comés desde ayer.
—No, no como desde ayer. Pero no importa. El charrúa muere de hambre y no come.
‱÷°ù´Ç²úá.
—Traé para acá.
El milico fue a buscar un plato con comida. Pedro cuando lo vio, exclamó:
—Nosotros en campaña le decimos a esto «lavagem», y se lo damos para que coman los perros.
El «lavagem», que decÃa Pedro, viene del portugués y es lo que quedarÃa después del lavado de los platos y la olla. Tiró el plato lejos con la comida del milico. Y le oyó decir:
—Este es retobado. Se muere de hambre mismo, pero no come.
Sus compañeros le dijeron:
—Hubieras comido.
Y Pedro les respondió:
—Yo no como esa porquerÃa. Y se quedó sin comer.
Pasaron los dÃas, y comÃa cuando a los jóvenes les traÃan algo. No tenÃa noción del tiempo. Los dÃas eran muy largos en la cárcel. Encerrado entre cuatro paredes tenebrosas y un silencio de piedra, tan pesado e inconmovible como ellas, que solo cesaba algunas veces cuando del otro lado de los altos muros, se sentÃa en la calle que pasaba la gente que estaba luchando por ellos y coreaban incesantemente:
—¡Abajo las medidas de seguridad!¡Abajo!
—¡Cuba sÃ, yanquis no!,¡Cuba sÃ, yanquis no!
Cuando las langostas descarrilaron el tren
Fue en la época en que las langostas descarrilaron el tren.
En el noroeste de Tacuarembó, a muchas leguas de la ciudad, estaba el campo de mis abuelos. El abuelo, Benicio, era criador de caballos y ganadero.
Era la primera vez que iba a ese lugar, entonces tenÃa seis años. Era el dÃa del cumpleaños noventa y tres de la abuela Raymunda.
El viaje fue en el viejo Ford T de papá, que tiraba agua caliente del radiador y se empantanaba al pasar por las arenas blanquÃsimas frente a la Estancia El Viraró. Fue un viaje eterno. Recuerdo claramente que mis dos hermanas, mi madre y yo nos tenÃamos que bajar a empujar. Veo a mi padre darle vueltas a la manivela en la parte de adelante del Ford para ponerlo en marcha.
Hoy, casi medio siglo después, mientras recorro la exposición en el Museo Helénico de Automóviles en Atenas, mi memoria me llevó a la tierra de la nostalgia.
En aquel lugar donde pastaban miles de animales a cielo abierto, hoy hay miles de hectáreas tapizadas de pinos de una empresa forestal. Solo queda la amenaza de una invasión de langostas que acecha del otro lado del RÃo Uruguay. Los Ford T están en los museos.
Salgo del Museo pensando en que ojalá siempre que sienta que mi vida se empantana como el viejo Ford, estuviese mi padre para darme consejos con la manivela en la mano para darle vueltas encender el motor. Y que el viaje vuelva a comenzar.
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