Enzo Javier Couto
De alguna manera todo tiene que empezar asĂ, ya un poco antes, cansados de ruta y expe​ctativa, sĂłlo tres horas segĂşn el GPS pero Bison FutĂ© —dios indiscutible del tránsito francĂ©s— ha clasificado ese sábado de jornada negra y entonces un embotellamiento sigue al otro, y Marcela y ClĂ©ment, poco acostumbrados a tanto ahogo, apenas pueden se refugian en las estaciones de autopista a tomar cafĂ© y quejarse sin palabras por comenzar asĂ las vacaciones de verano. Las pausas son breves. Marcela no soporta dejar mucho tiempo a Lunita sola en el auto, donde la pobre, tiesa y encogida en su pelaje blanco, lanza de a ratos un maullido indeciso desde su caja transportadora. La muchacha introduce los dedos por entre la reja superior para acariciarla. Ya está, murmura, ya llegamos, Nita, ya pronto. Canturrea una canciĂłn de cuna y alarga la caricia con un vaivĂ©n suave mientras ClĂ©ment, incapaz de entender lo que canta su mujer en ese idioma lejano y de vocales largas, continĂşa al volante en silencio. La voz de Marcela termina siempre por quebrarse y ClĂ©ment, en vez de preguntar o intentar un consuelo que anticipa inĂştil, prefiere hablar de su familia en Biarritz —su madre les ha enviado saludos— y de la tranquilidad que traerán dos semanas de camping.
—Saludos y que pasemos a visitarla pronto —insiste Clément—. Un gesto conciliador. ¿No crees?
Se veranea como se puede, piensa Marcela mientras mira el reloj y sintoniza de nuevo la estaciĂłn de radio que informa sobre el tráfico. El interior del auto huele a lavanda, Lunita se mueve ahora y suspira, son cosas que ayudan a seguir adelante, se dice casi convencida. Opina que su suegra puede reventar en Biarritz pero prefiere comentarle a ClĂ©ment que ojalá la vista al lago valga la pena. Hubiera preferido un balneario que le recordase las costas uruguayas de Rocha, pero la zona del Morvan no quedaba lejos de ParĂs, podĂan hacer el trayecto en auto, llevar todo el equipaje de Lunita, y las temperaturas parecĂan aceptables. Las noches, habĂa dicho Marcela con nostalgia, parecen ser tan frescas como las noches de verano en Rocha. Por lo demás, le parecĂa bien variar de seis años de vacaciones en Biarritz, seis veranos con la familia de ClĂ©ment pegada a los tobillos o bajo las sábanas, con Christine controlando que su hijo Ăşnico estuviese en buenas manos. Además ahora serĂa peor, se dice con fastidio —la larga hilera de autos delante se pierde en la autopista y la recepciĂłn del camping va a cerrar—, mucho peor. Las preguntas, los silencios, soportar las miradas de tristeza o condena llenando las conversaciones de sombra, cenizas y escenas de hospital.
Registro en recepciĂłn sin problemas pese al retraso. La encargada del camping, Sophie, mujer joven avejentada sin edad calculable pero de seguro en la treintena, les explica lacĂłnicamente las reglas. Algo incĂłmoda porque ClĂ©ment no le quita la mirada de encima, habla mientras fuma, intentando disimular la ropa multicolor que le da un aire de pavo real sacudido por el viento. Nada de ruido despuĂ©s de las diez de la noche. Prohibido encender la barbacoa en la terraza del chalet. Internet sĂłlo en la recepciĂłn. Reciclamos la basura, aquĂ no llega el servicio municipal —les extiende un folleto con el reglamento del camping. Si les interesa, la panaderĂa del pueblo me abastece cada mañana. Hay que pedir el dĂa anterior aquĂ mismo. Cualquier problema, me contactan. Duermo en la cabaña que está allà —el brazo flaquĂsimo de sospechosa junkie señala un punto más allá del ventanal—, al lado de la tranquera de entrada.
Los chalets son cinco, con cierto encanto impersonal, idĂ©nticos y alineados a pocos metros del gran lago en forma de herradura. Desde el auto divisan la amplia terraza cubierta, de cara al lago, donde una gran mesa oscura y seis sillas fueron emplazadas con esmero. En madera pulida y techo a dos aguas con teja árabe, todos evocan vientos y no deja de ser curioso que Marcela, mientras baja del auto cargando la caja de Lunita, piense en el Pampero, porque todo aquello está tan lejos, tan al sur, el otro sur, no el Mediterráneo; aquĂ los nombres evocan un aire diferente, aquĂ se llaman ´ˇ±ôľ±łúĂ©, ´ÜĂ©±čłó˛â°ů, Sirocco, tantas formas de nombrar la distancia y la ausencia.
Les ha tocado el chalet Mistral. ClĂ©ment intenta un chiste sobre Avignon y la sopa al pistou que Marcela no alcanza a entender porque de esa sopa ni noticias, pero rĂe tenuemente, tal vez para acompañar la risa de ClĂ©ment, que ya se apropiĂł de la cocina y ordena con paciencia las provisiones en las alacenas. Marcela instala a Lunita en la que será su habitaciĂłn, enchufa el difusor de feromonas para que la transiciĂłn no sea tan violenta. Curiosa forma de hacer un duelo, piensa ClĂ©ment mientras la observa discretamente, y sin querer recordar demasiado se decide a colocar la barbacoa al lado del gran roble que provee de sombra al chalet durante el dĂa. Marcela ha exigido un buen entrecot con ensalada para esa primera noche. ClĂ©ment, que ya no soporta las historias sobre la calidad de la carne en Uruguay, se levantĂł excepcionalmente temprano ese sábado para ir a la mejor carnicerĂa del barrio.
Son casi las ocho de la tarde y el cielo opalino continĂşa iluminado. Grupos de pescadores, en su mayorĂa niños y muchachos, están apostados pacientemente a lo largo del lago. Desde el chalet se tiene una vista generosa y ClĂ©ment, en la cocina, mientras prepara todo para la primera barbacoa mira con desinterĂ©s el ir y venir de cañas, la emociĂłn inesperada de algĂşn niño, el gesto mecánico de un hombre mayor que, pese a la hora tardĂa, insiste en cebar la zona de pesca con proyectiles misteriosos.
—Y ahora la vas a devolver al agua. ¿Verdad? Porque ya casi no respira.
La voz de Marcela viene de la terraza, donde prepara la mesa. Clément levanta la vista lo más posible pero no logra ver a nadie, vuelve al condimentado de los churrascos.
—¿Con quién hablabas? —pregunta al salir con la tabla de picar cubierta de carne y verduras.
—Con Enzo. —Marcela responde distraĂda, estudia a unos muchachos que, segĂşn gritan eufĂłricos, han pescado una tenca enorme como la luna—. Vino a mostrarme una perca sol pequeñita, pobre, apenas nacida. Dice que la pescĂł con las manos. —Marcela sonrĂe—. Allá va, el rubiecito, Âżlo ves?
ClĂ©ment sigue con la mirada la lĂnea del agua que se pierde tras unos pinos. Se detiene en las dos plataformas de pesca verdes por si el niño se ha agachado. No ve a nadie. Se ha ido, piensa, y se prepara para cargar de carbĂłn la barbacoa.
Tres dĂas ya, tiempo suficiente para apropiarse de las costumbres del camping. Conocen la hora exacta en que un grupo de castores surge desde el dique que señala el lĂmite del camping y atraviesa el lago como una lenta constelaciĂłn. Los castores siempre desaparecen al doblar en el codo de la herradura, más allá de las carpas del campamento de scouts, a unos cien metros. Ya no los sorprenden los graznidos de los patos, o las pocas garzas y aguiluchos que sobrevuelan cada atardecer el camping. Con algo parecido al entusiasmo los han seguido con los binoculares, comentando sus plumajes. Más de una vez se han reĂdo de Lunita en la terraza, miedosa, cazando hormigas gigantes y entrando espantada al chalet ante el menor ruido. Siguen sin hacer el amor y ClĂ©ment, que apenas si se atreve a manifestarse, ha perdido ya la cuenta de los meses de abstinencia.
Ayer de noche una decena de niños holandeses se instalaron a pescar a pocos metros de la terraza mientras cenaban. Marcela lo aceptĂł mansamente pero ClĂ©ment, luego de veinte minutos de tolerancia, considerĂł que el griterĂo era demasiado para esa hora. Bastaron unas pocas palabras en la recepciĂłn. De inmediato la encargada del camping llegĂł en el quad y con su voz aguardentosa les explicĂł a los niños que el lago era realmente grande y no tenĂan por quĂ© instalarse a pescar allĂ. ClĂ©ment observaba absorto las calzas leopardo de Sophie, el cigarrillo colgando de la boca hĂşmeda. La mujer sabĂa convencer.
Pero hoy al mediodĂa los niños de nuevo ahĂ, un ejĂ©rcito de voluntades inquietas, cañas, gritos. Hace más de una hora que Marcela y ClĂ©ment terminaron de comer. Sobre una poltrona desde la que vigila a Lunita, Marcela toma sol mientras escucha mĂşsica uruguaya con auriculares. El francĂ©s, a la sombra, va por el tercer vaso de Sainte-Croix-du-Mont. Nada mal para un vino blanco aunque un poco dulzĂłn, piensa, intentando no perder el hilo de la novela. Dos niños comienzan a pelearse, parecen no estar de acuerdo sobre cĂłmo encarnar con asticot y primero es algo que debe de ser un insulto en holandĂ©s, luego una respuesta, un primer golpe y el ejĂ©rcito de angelitos que se acerca a la barbacoa humeante. ClĂ©ment ya se levantĂł y en un inglĂ©s bastante precario les ordena que vayan a pelearse a otro lado. Los niños comienzan por reĂr, tĂmidos, responden que están jugando, que eso no es pelearse, encogimiento de hombros, sonrisas forzadas, mientras ClĂ©ment insiste y las risas y miradas de los niños van cayendo una a una al cĂ©sped, sobre las rocas, al agua frĂa y opaca, ese hombre debe de estar loco para hablarles asĂ. Miran a Marcela, que se ha quitado los auriculares pero los evita. Se van.
—No tenĂas ninguna razĂłn de echarlos —dice ella—. El lago es de todos.
—¿Vas a defender a esos bárbaros imberbes?
—Enzo tiene razón. No te gustan los niños.
—¡Mira, la culpa no es mĂa! —Desde las plataformas de pesca, los niños holandeses y dos pescadores se dan vuelta al oĂr a ClĂ©ment—. El duelo me pertenece por igual, mierda. Y si mi madre dijo lo que dijo es asunto de ella. No pienso arruinar mis vacaciones hablando otra vez de todo eso.
Borracho y rabioso porque eso nunca le sucederĂa en su Biarritz natal, ClĂ©ment vuelve al chalet y se refugia en la cama alta del cuarto pequeño. Sube torpemente la breve escalera de la cucheta, murmurando que no fue culpa de nadie ante la mirada atenta de Lunita. Y quĂ© carajo puede importarle la opiniĂłn de un niño desconocido despuĂ©s de todo. La gata baja la cabeza blanca, se enrosca en sĂ misma, y ovillada vuelve a dormirse en la cama inferior.
Setenta kilĂłmetros hasta el Decathlon de Nevers, tiempo de tregua, de ganas de aprender a pescar. Vuelven con kits de pesca al coup, sillas plegables, cebo, una sacadera y un par de cajas de asticots. Ante la menor duda recurren al smartphone, que les asegura conexiĂłn a Internet. Marcela siente asco ante los asticots blancos, inquietos en la caja de aserrĂn. ClĂ©ment encarna por los dos sin protestar. Han de parecer profesionales porque del chalet contiguo vienen a preguntarles cĂłmo se instala el carrete de la caña a la inglesa. Poco convencidos, los vecinos traen un kit de Decathlon en las manos, que lo muestran como el cadáver de un ser remoto. Impregnados de una actitud casi religiosa, sus hijos siguen la conversaciĂłn en silencio. Marcela y ClĂ©ment no tienen la menor idea de cĂłmo instalar el carrete, acaban de enterarse de que hay que medir el fondo del lago para ajustar el flotador de la lĂnea, asĂ que ya ven, son tambiĂ©n principiantes. Desde dentro del chalet, detrás del gran ventanal, Lunita sigue sus movimientos atentamente.
—Mira, ClĂ©ment, es aquel rubiecito en la canoa roja. El del pelo bien corto. Tiene los ojos verdes pero eso no lo verás desde aquĂ.
A esa distancia, imposible para ClĂ©ment, que ha dejado los lentes en el chalet. Entrecierra los ojos, percibe la canoa, ve cuatro manchas a bordo, tal vez haya un niño rubio. Pese a que ve trepidar la boya de su lĂnea, ClĂ©ment descansa la caña en el apoyo y corre a buscar los binoculares al chalet. Cuando desde la terraza intenta enfocar a Enzo ya es tarde, la canoa ha dado la vuelta al codo de la herradura y está del otro lado, tras la vegetaciĂłn y los graznidos que a esa hora crepuscular comienzan a levantarse como un toque de queda. La prĂłxima, tal vez, se consuela ClĂ©ment, notando que su boya se ha hundido por completo.
Ha llovido torrencialmente todo el sábado. DĂa de cambio en los chalets. La pareja discreta y alegre de la izquierda fue reemplazada por una familia que no se habla. Una de las muchachas, sin duda la hija menor, se pasea por el camping, en plena lluvia, con tacos aguja. El chalet de la derecha, que estaba vacĂo, fue invadido por una tribu que grita todo el tiempo. Como una puñalada se oye de vez en cuando la risa nerviosa de una señora mayor y ClĂ©ment se ha imaginado yendo hasta ahĂ a estrangularla con furia, sin que le desagrade la idea.
A los pies del ventanal el francĂ©s observa a un muchacho que nada despreocupado en medio de la tormenta. Un amigo lo espera en la orilla. Por algĂşn motivo toca una tuba sentado en una roca. Tiene el torso desnudo, un sombrero de campaña negro, sopla tristemente las notas de Kumbayá y el mismo viento que hace temblar las sillas en la terraza recoge la melodĂa de la tuba y la devuelve a todo el campamento. Llueve en diagonal —se lamenta ClĂ©ment, que tras una hora de observaciĂłn atenta no ha logrado ver a Enzo— imposible aprovechar la mesa de la terraza. Lunita juega con una mosca atontada contra el ventanal. La mosca zumba sin fuerza mientras la gata la observa de cerca y le planta una pata encima, como si tanteara algo. De inmediato, con más inocencia que crueldad, se la come.
Son las cinco de la tarde y Marcela no ha salido del dormitorio en todo el dĂa. Llora en la cama, escucha murgas uruguayas desde hace más de tres horas. Ha rechazado sin violencia cada proposiciĂłn de ClĂ©ment, que ahora la oye resignado desde la cocina. DifĂcil a veces entender las costumbres latinoamericanas de Marcela, aislada, como atrincherada en ella misma, y por quĂ© insiste en escuchar aquella mĂşsica de circo triste. Incluso ha rechazado su propuesta de ir a buscar a Enzo para que venga a conversar con ella, para que venga a contarle historias increĂbles sobre siluros pescados con las manos tras una lucha feroz en el agua, o sobre cĂłmo es capaz de subirse de un salto a la copa de los pinos cuando nadie lo ve.
Ahora es de noche. Lunita duerme a los pies de la cama. Trizando el silencio opresivo del campamento, la voz de Marcela avanza como una oruga. Le habla a ClĂ©ment sin mirarlo, va acumulando gestos como ceniza lenta en una explicaciĂłn del dolor que el francĂ©s rechaza porque ante lo inevitable Ă©l prefiriĂł aumentar las horas de trabajo y mirar hacia adelante, si es que ese adelante era el futuro, y quĂ© importaba en ese momento, lo crucial era olvidar, pasar a otra cosa, adoptar a Lunita porque esos desplazamientos siempre funcionan, pero lo mismo Marcela decidiĂł volverse a Uruguay, tres meses de familia, de vaivenes, no, Chela, ese franchute no te entiende, es muy frĂo, tenĂ©s que darte cuenta de una buena vez. Y ahora Marcela lo toma de la mano, tal vez por primera vez lo mira, duele, ClĂ©ment, haber estado lejos de los mĂos en ese momento, que tu madre todavĂa insinĂşe que es mi culpa, que tendrĂa que haber tomado la licencia maternal antes, que deberĂa haber comenzado los ejercicios a tiempo, que de seguro fumaba a escondidas. ClĂ©ment siente la mano tibia de Marcela, busca algo que responder pero no sabe quĂ© decir, su madre ha enviado saludos, les pide que vayan a visitarla, un gesto conciliador, acaso la soluciĂłn sea el silencio, dejar que Marcela siga hablando en eso que le parece en el fondo inĂştil, una sucesiĂłn de manotones que se enredan en el recuerdo, la madeja sin principio ni fin, Marcela.
Al telĂ©fono la mujer, una secretaria, lo ayuda con un trámite sin sentido, le dice que la carta no llegĂł porque la direcciĂłn era incorrecta. Sin querer comprender demasiado, ClĂ©ment le ruega que se la haga llegar pronto. La voz de la mujer es agradable, su amabilidad va en aumento, sĂ, señor, un error como cualquiera, no se haga problema, y de golpe está en la misma habitaciĂłn que Ă©l, le muestra el smartphone por el que habla, ClĂ©ment lo mira y ve absurdamente la carta en la pantalla, ella lo calma, ya se la enviarĂ©, no se preocupe, ClĂ©ment se acerca para agradecerle, la besa con lujuria, se despierta violentamente.
Lunita se ha recostado en la almohada, el cuerpo blanco apoyado en la cabeza de Marcela, que respira profundamente. Clément mira el reloj, piensa que la recepción debe de haber abierto, decide ir a buscar la baguette y los croissants. Al pasar por la zona de los baños cruza a una mujer que va y viene, agitada, parece haber algún problema con los sanitarios. De seguro a causa de la tormenta, piensa Clément apagando un bostezo con el dorso de la mano.
—¿Entonces no conoce a Enzo?
La mirada de Sophie le sirve como respuesta.
—Con tanto niño —se defiende la recepcionista—. ¿Es uno de los holandeses?
—No creo —duda Clément—, salvo que hable francés.
O español o inglés, piensa ahora con curiosidad porque nunca le preguntó a Marcela en qué idioma habla con Enzo.
—Mire —dice Sophie—, mientras no se ahogue un niño.
Clément pregunta si alguna vez sucedió. Sophie hace un gesto ambiguo, fugaz, enciende un cigarrillo sin preguntarle si le molesta. De inmediato le entrega el pan y los croissants en una bolsa de papel, procede a cobrarle. Viste enteramente de violeta.
En el camino de vuelta al chalet, ClĂ©ment decide no preguntarle a Marcela por Enzo. El doctor habĂa dicho muerte sĂşbita, no tenĂa otra explicaciĂłn y parecĂa genuinamente triste. Llevaba un anillo de matrimonio en la mano derecha. El bebĂ© no habĂa pasado el tercer dĂa de vida. El resto es confuso, imágenes disconexas, un largo corredor en un hospital, un cajĂłn blanco pequeño, era un sábado de fines de otoño, garuaba, la familia, unos amigos, el vacĂo, Marcela como en un pozo sin palabras, el aturdimiento del trabajo, la llegada de Lunita, los vaivenes de Marcela que terminaba regresando de Uruguay a Francia más por la gata que por Ă©l, segĂşn le parecĂa Ăşltimamente.
Viven un poco asĂ, a destiempo, ClĂ©ment con el insomnio de siempre y Marcela que por más que lo intente no consigue dormir una siesta. Son las ocho de la mañana, no le llevará mucho tiempo recolectar piñas y ramas para ayudar a encender el fuego al mediodĂa, porque el asado con carbĂłn le sigue pareciendo absurdo, en Uruguay es a pura leña y a ella le encanta oĂrla crepitar al costado de la parrilla, un tronco atrás del otro y algo de diario y apenas se acerca a la orilla del lago percibe unos bultos pequeños que se mueven en un pozo en la arena.
—Pobres bagres —dice agachándose, indignada por una crueldad que le resulta gratuita—. Boqueando, pobrecitos.
Son doce, como duros y secos, sucios de arena, parecen muertos o esperando la muerte aunque a veces se oye algo como un chasquido y alguno da un coletazo desesperado. Marcela los va devolviendo uno a uno al lago. Milagrosamente, pese a haber pasado la noche fuera del agua, los peces siguen vivos, desaparecen lentamente en el fondo turbio, salvo dos que ya flotan vientre arriba entre los restos de vegetaciĂłn cercanos a la orilla.
—Los pescadores los matan porque son dañinos —dice Enzo—. En Francia está prohibido devolver los peces gato al agua.
—Me da igual —responde Marcela, que acepta con gusto la piña que le ofrece Enzo—. Es innoble dejarlos morir asĂ.
—¿Quieres que reviva a esos que están muertos?
Marcela lo mira fijamente, esas manos pequeñas que se ofrecen amplias como las de un curandero, le acaricia la cabeza rubia, jugando, le dice que no hace falta y se echa a reĂr. Quisiera abrazarlo pero sus padres podrĂan verla, tomarlo a mal. Está decidida, en los tres dĂas que restan hará una ronda todas las mañanas para buscar bagres moribundos a lo largo del lago. Ahora se sienta a escuchar a Enzo. El niño le explica cĂłmo tiene que hacer para comunicar con Lunita y que la gata haga todo lo que ella quiere.
—Asà no estás tan triste —dice.
—¿Por qué triste?
Enzo la mira, con el Ăndice de la mano derecha se cubre la boca en una expresiĂłn universal y apenas Marcela ha hecho silencio le explica, a grandes gestos, que tiene que mirar fijo a la gata, pero fijo en serio, y pensar con mucha, mucha fuerza, y cerrar los ojos y pedir y pedir y pedir…
Ăšltima noche. Todo está empacado. En el chalet queda lo mĂnimo para preparar el desayuno y volver al cemento, a los once millones de habitantes. Al cemento y al trabajo, se repite ClĂ©ment en el salĂłn, vagamente aliviado. Marcela duerme desde hace horas. Lunita se acerca hacia el ventanal y apenas ve su reflejo comienza a avanzar de costado, encrespada, una bola blanca con manchas pelirrojas disparada contra el enemigo que se disuelve a pocos centĂmetros del vidrio y entonces es la confusiĂłn y la risa que ClĂ©ment logra apagar para no despertar a Marcela. Tras mirar la hora decide ir hasta el borde del lago.
Hay luna llena, de a ratos se oye un pez saltar en el agua increĂblemente calma y el chapoteo breve reverbera en el lago unos segundos. ClĂ©ment observa en todas direcciones, preguntándose si Enzo no aparecerá para hablarle a Ă©l tambiĂ©n, para contarle cĂłmo domina a las aves con la mente o quĂ© debe hacer con Marcela, cĂłmo explicarle que la madre es aprensiva pero la intenciĂłn es buena, cĂłmo, Enzo, cĂłmo, quĂ© hacer con Marcela. Las opciones no son demasiadas pero se siente un cretino, abandonarla en un momento asĂ, son cosas que no se hacen. Además despuĂ©s de lo sucedido Marcela dejĂł el trabajo y asĂ sigue, no puede dejarla en este momento, no pasĂł ni un año todavĂa.
Hacia una de las patas de ese lago en herradura, como viniendo del otro lado del breve dique, se ve la neblina que flota apenas por encima del agua. Se mueve lentamente y el reflejo de la luna la ilumina sin misterio. Hace frĂo. ClĂ©ment mira hacia el campamento de scouts, Marcela le ha dicho que Enzo acampa cerca de ellos, en diagonal hacia la recepciĂłn. Le da pena irse sin haber conocido al niño que cuenta maravillas. No ve a nadie. En el chalet, Lunita, pegada al ventanal, vigila cada uno de sus movimientos. Tiene que entrar, dormirse de una buena vez, al otro dĂa lo aguardan de nuevo los bocinazos impacientes, el asfalto hirviendo, los miles de autos mordiĂ©ndose los talones sin tregua.
Sophie les ha dicho que los espera el prĂłximo verano, que tengan un buen retorno. Apenas pasada la tranquera que da acceso al camping, cuando ClĂ©ment se apronta a tomar la ruta principal, Marcela le pide que se detenga. Lunita maĂşlla cuando siente abrirse la puerta del auto. Por el espejo retrovisor ClĂ©ment ve a Marcela correr hacia la zona de los chalets, viva como un viento. El dĂa anterior, de madrugada, al volver del lago al chalet se quedĂł un largo rato a los pies de la cama observándola dormir, imaginando su infancia en Uruguay, su familia, a la que apenas ha frecuentado, la cadena de casualidades que la llevaron a Francia. Sabe que no puede dejarla, que serĂa un cretino. Esas cosas no se hacen, piensa ClĂ©ment ahora, mientras programa en el GPS la ruta de regreso. Ya volveremos a casa, al trabajo, todo entrará en su cauce de nuevo. Luego levanta la vista hacia el espejo retrovisor y se queda pensativo, mientras ve la imagen de Marcela que corre hacia el borde del lago, abriendo los brazos plenamente al niño rubio que la espera, Ă©l tambiĂ©n, con los brazos extendidos.